El Alcalde en su visita a la Panadería Ángela: un legado familiar de cinco generaciones

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Durante el recorrido, el calor del horno se hacía sentir. "Mira, están saliendo los cachos", dice doña Ángela con orgullo, mientras el alcalde se acercaba con curiosidad. Foto: AMUN

Vio cómo se procesa el pan y un momento del encuentro fue decisivo: se habló sobre la crisis actual que afecta a la industria panadera.

AMUN / 17-10-24

En el corazón de La Paz, en una tarde soleada, el alcalde Iván Arias decidió adentrarse en el bullicio y aroma de una panadería emblemática: la Panadería Ángela. No era un día cualquiera; hoy, el programa El Negro en la Calle tenía la misión de resaltar el trabajo de aquellos que, con esfuerzo y dedicación, alimentan a la comunidad.

La panadería, que tiene más de cuarenta años de historia, es el legado de la familia Ángela, donde la tradición panadera se ha transmitido de generación en generación.

“Vamos a tocar la puerta a ver si nos abre”, anunciaba el Alcalde, invitando a los espectadores a ser parte de esta experiencia. La puerta se abrió, revelando a doña Ángela, la panificadora de pollera, que con una sonrisa cálida refleja su pasión por el oficio.

La sencillez de su hogar contrasta con la rica historia que encierra: cinco generaciones dedicadas al arte de hacer pan. “Desde las tatarabuelas”, confesó ella, mientras el aroma del pan recién horneado invadía el ambiente.

“¿Llauchas?, ¿qué son?”, preguntó intrigado Iván Arias al escuchar el nombre de una de las especialidades de la casa. “¡Llauchas Angélica!”, respondió doña Ángela. La llaucha es un pan característico, inflado y relleno de queso, un deleite muy buscado por los habitantes de la ciudad.

El Alcalde, con sus ojos brillantes, se dejó llevar por el entusiasmo de doña Ángela, quien con precisión mostró los ingredientes y técnicas que emplea para hacer las delicias que muchos disfrutan.

Durante el recorrido, el calor del horno se hacía sentir. “Mira, están saliendo los cachos”, dice doña Ángela con orgullo, mientras el alcalde se acercaba con curiosidad. Los panes empezaban a tomar forma, cada uno con sus particularidades, como las “guaguas” que parecían niños envueltos. El diálogo entre el alcalde y los panaderos era un intercambio de conocimientos y risas, donde la tradición se mezclaba con los desafíos del presente.

Un momento del encuentro fue decisivo: se habló sobre la crisis actual que afecta a la industria panadera. Doña Ángela relató con preocupación el aumento del precio de la harina, los insumos que antes eran asequibles y hoy se han vuelto un lujo. “Está carísimo”, repetía, mientras explicaba que sin un cupo asignado, enfrenta un dilema: “solamente hago llauchas, pan de batalla y pan surtido”.

El aire en la panadería estaba impregnado de un olor cálido y dulce, ese que te hace recordar a casa, a la infancia, al sabor de las tradiciones. Entre el bullicio de la harina que caía y el leve silbido de la hornalla, una conversación se tejía como el mismo pan que horneaban con esmero aquellos panaderos que, desde la madrugada, estaban sumidos en su labor.

—A ver, para hacer la marraqueta, ¿qué harina necesitas? —preguntó el Alcalde curioso, que visiblemente disfrutaba del ambiente.

Doña Ángela, con ojos pícaros y una sonrisa de complicidad, contesta: —No es cualquier harina, ¿no? Claro, todos dicen que debe ser harina nacional. Esa, la de Emapa, dicen que es la mejor. Aunque algunos le meten un poco de harina argentina para mezclar… Dicen que sale mejor.

Los precios de las harinas estaban a la orden del día: el quintal de San Gabriel a 295 bolivianos, de la harina blanca cerca de 300, mientras que la marca Trigal, alcanzaba ya los 321 bolivianos. Entre risas y asombro, el alcalde y doña Ángela reflexionaban sobre el aumento desmedido de los precios.

— ¿Cuánto estaba antes ese Trigal? preguntó la autoridad.

—220 bolivianos, respondió doña Ángela, con una mezcla de nostalgia y preocupación

— ¡Ay, Dios mío! Casi 100 bolivianos por quintal.

Aquí, en esta panadería del barrio, el calor era un compañero constante. Desde las 2 de la mañana hasta las 6 de la tarde, don Alberto, el maestro panadero y su equipo, trabajaban incansablemente. “Es un trabajo sacrificado”, confesó con soltura, mostrando su fuerza mientras levantaba las pesadas bolsas de harina. “Pero al final, el pan… ¡El pan es la recompensa!”, dice.

Entre bromas y anécdotas, surgieron los recuerdos de otros tiempos. No solo la marraqueta estaba en juego, sino también la herencia de una tradición que provocaba orgullo y esfuerzo. Carla, testigo observacional, recordó su niñez al ver el bullicio dentro de la panadería. “Yo venía con mi abuela a hacer pan todos los santos”, dijo riendo, mientras intentaba manejar una masa sin el éxito esperado.

“Ya veo que tu habilidad está en desarrollo”, respondió entre risas el Alcalde, quien también recordaba los días en que aprendió a amasar, guiado por la voz amorosa de su madre.

LOS PRECIOS SE DISPARAN

Las conversaciones fluyeron como la levadura, comentando sobre la manteca, el azúcar y todos aquellos ingredientes que parecían elevarse con los precios. Doña Ángela se hizo eco de cada alza, lamentándose por el deterioro de las materias primas.

—Todo está subiendo, hermana… hasta el azúcar que ahora cuesta a 272 bolivianos. Era más fácil antes, ¿no? Ahora se siente el peso en nuestros hombros.

Sin embargo, en medio de esa vorágine de precios y sacrificios, el amor por el pan seguía intacto. Mirando las sarnitas doradas, doña Ángela, con su voz profunda y llena de pasión, sentenció. “Todo ello es más que un producto, es nuestra vida, nuestros sabores y nuestra cultura”, afirma.

Así, mientras el reloj avanzaba y el horno seguía trabajando, el latido de la panadería se sentía más fuerte que nunca. Las conversaciones tomaron un giro hacia el trabajo arduo que implica la panadería. Horarios que comienzan a las dos de la mañana y terminan al caer la tarde, jornadas largas y llenas de calor, donde quince personas colaboran para mantener a flote el negocio y proveer al barrio.

“Muy bien, entonces vamos a ver tu horno”, le dice el Alcalde con curiosidad, mientras sus ojos recorren el lugar.

“Antes calentábamos con leña, ahora con gas”, recuerda, haciendo un gesto hacia el nuevo horno. Su voz, suave, pero llena de orgullo, resuena en la estancia. “Ahora es gas industrial. Lo que es el industrial, ahí se calienta y ahí es”, dice doña Ángela.

EL TRABAJO DURO

El horno se levanta robusto, una máquina de calor y de vida. “Este es el horno, ya lo que conocen todos”, continúa, el alcalde y, con un movimiento casi ceremonial, abre la puerta para mostrar sus entrañas.

Los ojos de la autoridad brillan ante la visión de magia en acción, mientras la panadera describe con pasión lo que se introduce en su interior. “También la llaucha hecha, también el pancito, una mitad, una mitad para ayudarnos”, dice.

“¿Cuántos quintales al día tú le echas?”, pregunta Arias, sintiendo que detrás de cada cifra se esconden historias de esfuerzo. “El pancito, casi cuatro quintales, la llaucha también otros tres quintales, en la tarde también dos, tres quintales, así. “O sea, unos diez quintales por día”, responde, la mujer de pollera y dueña del horno.

 “¡Uy, es mucho trabajo!”, exclama, el burgomaestre, sorprendido por la magnitud de la labor. Su mirada se pone seria. “Sí, hay que trabajar, hay que darles trabajo a los trabajadores, porque no hay ni trabajo”. Aquí, la panadería no solo es un lugar de producción, sino un refugio de oportunidades, donde quince personas encuentran su sustento.

—Mantener la limpieza en una panadería no es tarea sencilla, especialmente cuando el mundo suele asociar las panaderías con desorden, dice el alcalde. —”Lo mantenemos así, porque siempre me gusta. Mi mami me dijo ‘Siempre hay que manejar limpio'”, responde la mujer  con una mezcla de nostalgia y orgullo. El ambiente reluciente juega a favor de su imagen, reflejando la herencia familiar que cuida con tanto cariño.

“Ahí está, mire, mire, está metiendo el pancito”, observó con atención su destreza. “Meter el pan tampoco es cuestión de… mire, mire, tiene que llevar hasta el fondo”, expresa afanado el Alcalde. “¿Yo puedo hornear ahorita?”, pregunta, sintiendo la adrenalina de querer ser parte de este ritual. “A ver, vamos a ver, cuidado, no va a caer”, refiera mientras el juego de manos nerviosas y el calor del horno inundan el momento.

Con un poco de nerviosismo, el alcalde acerca al horno. “¿A dónde tengo que llevar?” “¡Hasta el fondo!”, le instruye el maestro panadero, y sigue sus indicaciones para introducir la lata de pan al horno.

“Vamos a ver cómo va a salir a ver esta bandeja, de repente se quema”, bromea y en ese instante, el simple acto de hornear se transforma en un ritual compartido, una herencia que se transmite de generación en generación, un gesto que une a las personas y los momentos.

LA QUINTA GENERACIÓN

La tarde se aferra a su calidez, y en un rincón pequeño, pero vibrante, se escucha la voz de una joven que carga consigo un legado de sabor, esfuerzo y perseverancia. “Muy buenas tardes, señor alcalde,”, comienza con la familiaridad de quienes han trabajado, y sobre todo, vivido con esta pasión.

La historia de esta panadería no es solo un relato de harina y agua; son historias tejidas a lo largo de cinco generaciones. “Soy la quinta generación junto con mi hermano,” dice con orgullo,  la hija de doña Ángela, mientras refleja el arduo esfuerzo que significó durante estos años.

“Gracias a Dios, económicamente damos trabajo, estamos bien”, agrega, revelando no solo la resistencia de su negocio ante el aumento de los insumos, sino también el compromiso social que lo acompaña.

La emoción de revivir estos momentos es contagiosa. Entre risas, recuerda a su abuelita Ernestina y a Claudina, figuras que encarnaron el esfuerzo y la dedicación con que hoy vive su familia. “Ay, por Dios… ya me he olvidado el nombre de la mamá,” dice doña Ángela, mientras el tiempo parece jugar en su contra y se lo lleva a un torbellino de memorias. Pero el espíritu de esos años regresa a ella.

La conversación se convierte en un intercambio de sueños y planes. “Vamos a seguir las maquinarias”, comenta sobre las innovaciones que planean implementar, siempre buscando mejorar sin sacrificar la esencia que los ha definido.

La panadería no es solo un negocio; es un hogar, un legado que trasciende, que se manifiesta en el trabajo incansable de sus empleados y en la sonrisa de sus hijos. “Tengo dos hijos“, dice con un brillo de esperanza en los ojos, “y pienso que ellos continuarán con la tradición.”

Afuera, el bullicio de la ciudad continúa. La actividad en la panadería de Los Ángeles no se detiene. “Producimos unos seis mil panes al día. Distribuimos en la esquina de Buenos Aires, esquina de Tumusla, y en las circundantes.” Con esas palabras, se siente el pulso vibrante de una comunidad bien alimentada y satisfecha.

Mientras algunos panaderos entran y salen, el aroma del pan fresco se hace más intenso. Hay un aire de complicidad en el lugar, un sentido de pertenencia que une a todos en un hilo invisible de tradición.

La tarde avanza y el programa radial avanza y el Alcalde asiente, reconociendo no solo el valor del trabajo de esta familia, sino también la importancia de honrar el legado que les fue entregado. En la panadería de Los Ángeles, cada generación es un ladrillo en la construcción de un sueño que sigue vivo y que, con esfuerzo y dedicación, se asegura de que la tradición no solo se preserve, sino que florezca.

Luego de risas, reflexiones y recuerdo, el Alcalde, visiblemente emocionado, prometió llevar la situación de los panificadores a las instancias adecuadas, recordando que el pan es un símbolo de unidad y cultura.

“Ustedes son la base de nuestra comunidad”, enfatizó. Así, concluyó el día, dejando en evidencia no solo la importancia de preservar los oficios tradicionales, sino también la necesidad de una atención urgente para quienes hacen de esta ciudad un lugar más rico y sabroso.

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