Eduardo y Alberto son los maestros panaderos que elaboran el crocante manjar que acompaña todas las tardes de muchos paceños.
AMUN / 21-10-24
La Paz despierta cada mañana con el inconfundible aroma de pan recién horneado, un olor que se mezcla con los sueños y anhelos de sus habitantes, evocando memorias de tiempos pasados.
La marraqueta, ese pan crocante por fuera y suave por dentro, se ha convertido en un símbolo cotidiano de la cultura paceña. No hay desayuno sin la rebanada de marraqueta acompañada de queso, palta o, simplemente, una untada de mantequilla.
En un cálido y bullicioso taller de panadería de propiedad de doña Teodora y ubicado en el corazón del histórico barrio de Villa Victoria, Alberto Vargas y su colega dan vida a la famosa marraqueta, conocida también como «pan de batalla».
Ambos ingresan a las 06:00. Son los encargados de preparar la marraqueta de la tarde. Alberto es uno de los panaderos que con esmero trabaja cada mañana, vaciando tres quintales de harina en una chapeadora de madera.
Con precisión, prepara una mezcla que comienza como una piscina de harina, en la que echa agua tibia, vacía azúcar y sal, que su pesa mide en la palma de su mano. Finalmente, pone la levadura fresca.
El proceso es artísticamente meticuloso. Con manos hábiles que parecen paletas, Alberto amasa durante diez minutos hasta obtener una masa suave y elástica como un chicle. Tras una hora de reposo, el ambiente se llena de un vibrante entusiasmo.
Eduardo, otro de los panaderos, se une a la labor junto a Alberto, mientras la música de Los Temerarios marca el ritmo en el taller. “Es un arte, no cualquiera puede hacer marraqueta», afirma Eduardo con una sonrisa, mientras transforma la masa en bolitas perfectas listas para su segundo reposo.
Explica que las bolitas para la marraqueta se colocan en un mantel especial, que él mismo llama «paño», para evitar que se pegue. «Se hace primero una bolita y se aprieta para que se vuelva como un rollito», dice, mientras demuestra el proceso con manos expertas que parecen bailar sobre la masa.
Eduardo se ha convertido en un maestro en la elaboración de este pan icónico. Con una entrega inigualable, nos revela los secretos de su oficio, destacando la singularidad de la marraqueta frente a otros panes más comunes.
«La textura es suave y gelatinosa, irresistible al paladar», explica, mientras la masa toma forma bajo sus manos expertas que parecen bailar con cada movimiento. Pero más allá del proceso de preparación, la marraqueta tiene una historia rica y entrelazada con la identidad boliviana.
Según la investigadora Florencia Durán, la receta fue traída a Bolivia en 1908 por Michel Jorge Callisperis, un panadero griego. Desde entonces, la marraqueta no solo alimentó estómagos, sino que ha estado presente en momentos críticos de la historia nacional. Durante la Guerra del Chaco (1932-1935), la marraqueta adquirió una nueva dimensión.
El presidente Daniel Salamanca convocó a los panaderos a crear un alimento que satisfaga las necesidades de los soldados en el campo de batalla. De esa urgencia surgió la marraqueta, un pan robusto que resistía las inclemencias del tiempo y sus condiciones de producción la convertían en una opción accesible en tiempos difíciles.
Eduardo, compañero de Alberto, aporta su experiencia a la conversación. Con diez años en la panadería, comparte su viaje desde aprendiz hasta panadero hábil. «Todos empezamos de ayuco (ayudante)», dice, familiarizando a los más jóvenes con la jerga local que narra una historia de esfuerzo y dedicación.
Con orgullo, menciona que a diario producen siete quintales de marraqueta, destacando la capacidad del horno que puede albergar hasta 40 latas a la vez. Eduardo se dirige a la puerta del horno, lo abre e introduce el soplete.
Es hora de calentarlo por una hora. Mientras el reloj avanza hacia las 11:30, la anticipación crece en el aire. Alberto y Eduardo, con manos cubiertas de harina, encarnan la fusión de tradición y modernidad en la panificación.
Aunque algunos antiguos utensilios fueron reemplazados por herramientas más contemporáneas, el amor por su oficio se mantiene intacto, transmitido de generación en generación.
Luego de la hora, el horno está listo para hornear las marraquetas. Con un último vistazo a la masa que reposa en los tableros, con tres quintales de harina listos para convertirse en obras maestras. Después de 15 minutos de reposo, el horno está listo.
Eduardo coloca dos caballetes al costado de la puerta del horno y encima lleva un tablero con los «rollitos» de masa. Alberto, que es el más experto, parte en dos una hoja de afeitar marca Astra.
Esta es la etapa más difícil, dice: Alberto que agarra la mitad de la hoja de afeitar. Mientras Alfredo carga sobre la pala los «rollitos» de masa. Enfilados los rollitos sobre la pala, Alberto con una agilidad en la mano empieza a hacer un corte en el medio de la masa.
¡Listo!, indica e introduce la pala dentro del horno y con una destreza increíble vacía la masa. Así va acomodando la masa hasta llenar el horno. Después de unos 15 minutos abre la puerta del horno para ver si ya están cocidas y doradas.
«Vamos, hay que sacar», expresa Alberto y mete la pala vacía para sacar las marraquetas que al salir son depositadas en la canasta que está al pie de la puerta del horno. «Las marraquetas están doradas y crocantes, listas para disfrutarlas.
¿Cómo se hace para que revienten las marraquetas así?, es la pregunta. Alberto responde. El secreto es meter una olla con agua para que hierva adentro y el vapor es lo que hace reventar la parte que cortamos con la hoja de afeitar», comenta, mientras en su radio se escucha la canción: «Sé que Te Amo» de los Temerarios, grupo que acompañó a los dos panaderos en su jornada.
Eduardo y Alberto despiden la mañana brindando la promesa de un pan fresco que pronto acompañará las tardes de muchos. La marraqueta resuena como un símbolo de la cultura panadera, un vínculo de quienes, como Eduardo y Alberto, han hecho de este laborioso arte un legado. En cada bocado, se saborea no solo el esfuerzo y la dedicación, sino también una conexión profunda con una tradición que, a pesar de los cambios del mundo, sigue viva en las manos de aquellos que aman su trabajo.