La magia de las llauchas de La Gariteña, tradición y sabor en la Garita de Lima

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Panadero a punto de hornear las llauchas. Foto: AMUN

Doña Mary Laura, enamorada de este arte, no solo trabaja sino preserva una tradición que se remonta a la historia misma de la ciudad

AMUN / 21-10-24

Mientras la ciudad de La Paz duerme, la calle Juan Granier No. 930 cobra vida. Es la madrugada y el reloj marca las 02:00. En un pequeño local, cuatro panaderos, armados de habilidad y tradición, se agrupan en torno a la mesa de trabajo. Están listos para dar inicio a un ritual que lleva más de seis décadas. La elaboración de la llaucha.

Doña Mary Laura Coaquira —la última heredera de una tradición familiar que permaneció viva durante más de 60 años: la elaboración de las famosas llauchas de La Gariteña — con su voz, cargada de emoción y nostalgia, nos transporta a los inicios de este emprendimiento que comenzó con su abuelo, un hombre decidido que, tras salir del cuartel y enfrentar la desocupación, encontró en la panadería no solo un trabajo, sino un legado.

“Él empezó a trabajar en una panadería y luego innovó añadiendo ulupicas”, relata con entusiasmo doña Mary, mientras sus manos se mueven con destreza, mostrando la masa que formará las lauchas.

Su abuelo (Pablo Paz), cuenta, empezó con lo que entonces se conocía como  las llauchas de la «Garita», un nombre que evolucionó con el tiempo, así como la misma tradición. A medida que la competencia creció, doña Mary decidió diferenciarse y rebautizar su producto como lauchas «La Gariteña», un nombre que ahora resuena con el orgullo de lo autóctono.

La elaboración de las llauchas es un arte. A las dos de la mañana, el bullicio comienza en la pequeña panadería: un quintal y medio de harina se transforma en toneladas de historia y dedicación.

La masa, compuesta únicamente por harina, azúcar y sal, se amasa con esmero, buscando la textura perfecta que permita retener el jugo del queso que será su estrella. “Solo usamos sesenta o setenta quesos al día”, indica, la mujer que desde sus 6 años correteaba en el horno.

«La masa de la llaucha es más seca que la de la marraqueta, pues necesita absorber el jugo del queso», explica doña Mary, mientras muestra el secreto de su receta: un puñado de ulupica (ají) y mucho amor.

El ayudante enciende el anafe y pone agua a hervir. Las primeras luces del día aún están lejos, pero el ajetreó del trabajo pronto comenzará a llenar el aire. El proceso comienza con la elaboración de la masa.

Los panaderos saben que la llaucha no es solo un pan; es una experiencia. «La mayoría de nuestros clientes disfrutan de la llaucha con un vaso de Api en la mañana. Es algo tradicional», dice doña Mary, mientras observa cómo el maestro vacía la harina en la chapeadora y pone los ingredientes.

Pero en el día a día, esa rutina que — aunque pueda parecer monótona — está llena de matices, aprendizajes y un profundo respeto por la tradición que se ha transmitido de maestro a aprendiz.

Alberto, el “maestro panadero”, quien con destreza y dedicación se apodera de la harina y la empieza mezclar con la sal, el azúcar, la levadura y el agua tibia. Las manos van convirtiendo poco a poco esa mezcla en masa. “Ya está, que madure”, dice el maestro a sus ayudantes.   Su experticia y cariño por el oficio son palpables en cada gesto, en cada movimiento.

A su lado, Carlos, otro maestro que recorrió el camino del pan y las llauchas desde su juventud, comparte ese conocimiento que solo se obtiene a través de años de práctica, dándole forma a lo que será el manjar de muchas familias.

Importante, por no decir fundamental, es la figura de Oliver, parte relevante de esta segunda generación de panaderos. Con entusiasmo y ojos brillantes — él representa la continuidad de una tradición que se reafirma en cada llaucha que sale del horno —va aplanando con el uslero las bolitas de masa, le pone el queso cortado en cuadraditos, para que cuando este horneado se sienta el sabor como si la leche se estuviera saliendo.  Finalmente, le pone el toque exclusivo de La Gariteña. La ulupica.

La rotación en el puesto también da cabida a los más jóvenes, quienes, como Roberto, que se integra a esta cadena de aprendizaje. Aunque recién pasó un año desde que se unió, su ímpetu y ganas de aprender son un recordatorio de que el futuro de la llaucha está en manos del nuevo talento.

Aquí, la jerarquía se manifiesta en el respeto por los conocimientos adquiridos. No cualquier persona puede entrar sin haber pasado por diversas pruebas; no se utilizan balanzas, sino la precisión del ojo entrenado, el toque del maestro y la memoria empírica.

Pasada la hora, los panaderos comienzan los procesos más complicados, el trenzado de la masa; se repulga con maestría y se coloca en el horno, donde el calor, tradicionalmente alimentado por leña y hoy por gas, le dará el toque mágico. El olor a las llauchas recién horneados pronto invadirá la esquina.

«Aunque hemos modernizado con el gas, el método sigue siendo artesanal. Esto no se puede hacer con máquinas industriales», indica Alberto, quien lleva más de cuatro décadas trabajando en «La Gariteña». Con sus manos arrugadas pero firmes, revela el secreto de la sabiduría adquirida con el tiempo: «El toque está en el horno, hornear al piso del horno, eso es clave».

Mientras tanto, la conversación fluye en reflejos de nostalgia. Alberto recuerda su primer día en la panadería junto a don Pablo, el abuelo de doña Mary. «He sacado del ‘fuego’ a la laucha desde que era muy joven. Este trabajo se lleva en la sangre», añade con un brillo de satisfacción en su mirada.

El reloj avanza y la primera horneada estará lista a las 06:00. «A esa hora ya debemos estar en el puesto», advierte doña Mary con su voz firme y segura. Los preparativos continúan con ritmo acelerado. A medida que avanzan las horas, las llauchas comienzan a apilarse y el olor característico envuelve el local.

La familia Machaca, unida por este arte, no solo trabaja; preserva una tradición que se remonta a la historia misma de su ciudad. «Hacemos alrededor de 300 a 400 lauchas al día, aunque cuando hay feriados, el número puede multiplicarse», dice con una sonrisa, consciente del fervor que despierta este manjar paceño.

La luz del día empieza a despojar la oscuridad de la noche, y la panadería se convierte en un hervidero de actividad. La gente comienza a formarse en la esquina para ser parte de esta tradición que cruzó generaciones. «La llaucha es parte del desayuno de los paceños. No hay hogar en el que no se disfruten», afirma doña Mary con orgullo.

A medida que la mañana avanza, los panaderos, cansados, pero satisfechos, cumplieron con su deber. Hoy, como cada día, alimentaron cuerpos y corazones con la magia de la llaucha. En la calle Juan Granier, mientras la ciudad despierta, el legado de don Pablo Paz sigue vivo, en cada masa, en cada queso, en cada ulupica y en cada sonrisa que se forma al disfrutar de una llaucha bien caliente, acompañada de un buen Api.

La Gariteña no solo hornea llauchas; hornea recuerdos y tradiciones que alimentan el alma paceña, como la de don Roberto, que bajó desde El Alto solo para comprarse sus dos llauchas para su desayuno.

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