El Alcalde visita el mercado Rodríguez: ¡Dios mío, todo está subiendo!

19
El alcalde Ivana Arias conoció de cercar la situación que están viviendo las caseritas en el mercado. Foto:AMUN.

Mientras caminaba por los diferentes sectores del mercado, el alcalde Arias constataba en carne propia la tensión que se respiraba. Cada estante vacío contaba una historia de sacrificio y lucha.

AMUN / 24-10-24

«El pollo está a 30 bolivianos, ¿qué va a comer la gente pobre?», se lamentaba el alcalde al conocer los precios de la canasta familiar. La tarde en el Mercado Rodríguez comenzó a pintarse sombría y tensa con la llegada del alcalde Iván Arias con su programa radial “El Negro en la Calle”.

Un bullicioso tráfico de vendedores, clientes y curiosos se aglomeraba en la calle y los pasillos, pero el ambiente distaba mucho de la habitual algarabía del lugar. La voz de las floristas resonaba con inquietud entre las fragancias de flores marchitas y frutas sin comprador.

«¿Cómo es mi hermana?», preguntó el Alcalde a una vendedora de flores, en un tono que fusionaba preocupación con frustración. «No va a haber flores por el tema de los bloqueos; las van a teñir para Todos Santos», responde la florista. La ironía de la situación caló hondo en todos los presentes.

A medida que el alcalde escuchaba, la dureza de la realidad emergía de las palabras de las vendedoras. «Es la única fecha de venta que tenemos», añadió otra mujer, su rostro arrugado por la preocupación.

«En ningún mercado, en ningún cementerio está habiendo ventas», dice otra comerciante. Era evidente: la fiesta de los muertos, un momento crucial para las floristas, se veía amenazada por el peso sombrío de los paros.

«Las pérdidas son enormes», enfatizó con un tono casi desgarrador. Las flores, que deberían haber llegado frescas para ser vendidas, lucían descoloridas y marchitas, llegando incluso por rutas que maltrataban su presentación. Los bloqueos parecían cortarle las alas a un sector que, en condiciones normales, iluminaría las calles de la ciudad con su colorido.

Pero no solo las floristas sufrían. Las frutas, las verduras y otros productos estaban a la espera de un milagro: un comprador. La conversación se tornó un eco de dificultades. «La gente está comprando solo lo básico, y eso nos perjudica a nosotros», le decía una vendedora de frutas al alcalde, quien observaba sorprendido las canastas de frutas.

Las cifras de aumento en precios se sucedían unas a otras como una mala racha en una tirada de dados. «El arroz, el pollo, todo ha subido», lamentaba la madre de tres hijos, cuya voz temblaba al compartir que su esfuerzo por dar educación a sus hijos se traducía en sacrificios que parecían tener escaso reconocimiento en un contexto económico desolador.

A medida que Arias avanzaba, su presencia generaba un efecto de magnetismo: los rostros se tornaban serios al escuchar la realidad del mercado. «El pollo está a 30 bolivianos, ¿qué va a comer la gente pobre?», se lamentaba el Alcalde.

Las quejas eran recurrentes, y no había esquina del mercado que no estuviera marcada por la desesperanza. En un rincón, un joven vendedor de carne especificaba: «Los precios están subiendo todos los días. Antes vendía más, ahora la gente no puede comprar».

Estoy triste, pero… Sí, estamos todos tristes aquí nosotros porque mucha escasez hay. No están llegando los productos para vender, estamos aquí paseando.

“Queremos vendernos, ganarnos, pero no podemos, no hay mercadería que vamos a vendernos. No llega el pollo, no está llegando, poca carne, chancho igual”, comentaba otra comerciante.

Mientras caminaba por los diferentes sectores del mercado, el alcalde Arias constataba en carne propia la tensión que se respiraba. ¡Dios mío, todo está subiendo!, exclamó la autoridad al escuchar los precios de los productos.

Un comerciante de carne, rostro curtido por el tiempo y la esperanza, relataba su realidad: «Desde la cámara nos han aumentado a cinco, cuatro bolivianos en gancho. Antes traíamos con veinticuatro, cincuenta».

El balance se agachaba ante la adversidad. La crisis había golpeado con fuerza y, como un tsunami, arrastraba consigo las costumbres de un pueblo que se aferra a la necesidad de alimentar a sus familias.

«No está llegando carne», repetía con un tono casi resignado, la frase resonaba: «No está llegando. No está llegando». La cadena de suministro se había interrumpido, dejando a los comerciantes en una carrera contra el tiempo y la escasez. La causa, apuntaba hacia los bloqueos que paralizaron parte del país. La carne que esperaban recibir de lejos, del Beni, llegó atrasada, mientras el reloj inexorablemente marcaba las horas de una tarde caída en la rutina del desasosiego.

«Hace tiempo que me dicen que iba a llegar a eso de las tres de la mañana», recordaba el hombre, remarcando con un gesto que lo decía todo, “entonces nos fuimos temprano, y esto llegó ayer en la tarde”. En voz baja, se cuestionaba sobre el futuro de su negocio y de su vida.

Las compras habían cambiado radicalmente. “El que llevaba dos kilos es ahora un kilo. De un kilo a medio kilo. Eso es lo que están llevando ahora». Así, una vez más, las cifras hablaban: las restricciones se imponían y el consumidor se adaptaba. Pero en medio de la dificultad, una luz brillaba. «Lo que más ahorita tiene demanda es la carne molida», aseguró con un leve destello de optimismo en sus ojos. La carne molida, tan versátil, se convertía en el salvavidas de muchos, permitiendo a los cocineros improvisar y alargar los platos con un toque de verdura.

En su puesto, la señora que compraba con cautela asintió. “Con verduritas más se hace crecer, alcanza todavía para servir los platos”, decía él. Cada palabra, cada intercambio reflejaba la resiliencia de un pueblo que, a pesar de la crisis, seguía buscando soluciones y reinventándose. Y la vida, como un bife bien cortado, se contaba en porciones, pequeñas pero significativas.

«¡Ay, miren qué cosa más linda!», exclamó el Alcalde, contento por la compra modesta, pero vital. En el mercado, el espíritu comunitario se mantenía en pie, un lazo de solidaridad que desafiaba a la adversidad.

Conforme el alcalde se adentraba más en el mercado, las quejas se intensificaban y cada estante vacío contaba una historia de sacrificio y lucha. «Usted debería pedir al gobierno que ponga fin a esto», decía una vendedora en un tono de demanda. Los rostros sombríos de las mujeres que se apiñaban en los puestos reflejaban la angustia de una comunidad que vive al borde de la recesión.

Los gritos de aliento al alcalde se entremezclaban con llantos de desencanto, como un coro desesperado clamando ayuda en medio de un mercado que parecía ahogarse. La visita se tornó un intercambio no solo de palabras, sino de sentimientos y esperanzas entre un alcalde y sus habitantes. Las tradiciones y la economía local dependían de ese flujo vital que ahora se encontraba estancado.

—“¡Uy, che, che!”, dice sorprendido cuando le comentan el precio del cordero

— ¿Y cuánto estaba antes un cordero?, pregunta.

— “Ese (por su compañero) trae en doscientos setenta, eso está en trescientos. Aquel otro trae trescientos cincuenta, está cuatrocientos veinte”.

— ¡No me digas! ¿Y la gente ya debe restringir la venta?

—Sí, mucho ha bajado la venta, no hay mucha venta ya.

Mientras la multitud se dispersaba e interactuaba con el Alcalde, cada queja fue un disparo en medio del aire pesado, cada reclamo, un eco que resonó con la urgencia de un pueblo cansado

Si bien el alcalde se comprometió a hacer todo lo posible para ayudar, la sensación de impotencia flotaba, como las flores que aguardaban su momento de venta, marchitas y olvidadas en la calle, que debería haber sido un bullicio de alegría.

El Mercado Rodríguez, una vez un hervidero de oportunidades, se tornaba en un recordatorio de que la comunidad necesitaba ser escuchada. En su lucha por contar su historia, el clamor por la ayuda se hizo más fuerte, resonando como un eco en el corazón del alcalde y de todos aquellos que presenciaron la cruda realidad que enfrentaban diariamente.

///

Deja un comentario