La tarde se convirtió en noche, y el cementerio brillaba con historias y recuerdos, entrelazando la vida con aquel espacio tan especial.
AMUN / 25-10-24
La tarde comenzaba a caer en la ciudad, apurando los últimos rayos de sol antes de que la noche de cementerios se adueñara del ambiente. Un aire de expectación recorrió el Cementerio General donde el frenesí de la gente se hacía palpable. «¡Vamos, la puerta cuatro!», gritaba un grupo, empujados por la urgencia de ver lo que la noche de cementerios les ofrecería.
En medio de esta marea de almas, el alcalde Iván Arias se encuentras lanzando su transmisión especial del programa radial “El Negro en la Calle” desde el corazón de la festividad. Un cueco de alegría y nostalgia se sentía en el aire mientras se acercaba a los rostros de quienes esperaban. «¿Cómo estás, mamita?», preguntó a una mujer que, más que responder, le lanzó una mirada de curiosa incredulidad. “¿Vives por aquí?” La respuesta vino entre sonrisas: «No, por la Achachicala».
La vida seguía su curso en el cementerio, lleno de risas y conversaciones, pero también de ocasiones de reflexión en torno a la vigilia que se avecinaba. “¿Pero sabes por dónde va a ser el ingreso?”, le preguntó, mientras otras “almas”, cargando flores y recuerdos, se sumaban a la espera. «¡Por allá, por la entrada!», insistía un hombre con un gesto afectuoso, indicándole el camino a otro grupo perdido en la multitud.
El murmullo de motores y el sonido incesante de bocinas se unían a la conversación de quienes hacían cola, visiblemente cansados. A medida que se acercaba a un par de autos —que hacían fila para comprar gasolina —, la frustración se desbordaba. “Desde las tres de la tarde, aquí estamos, señor Alcade», dijo un hombre con la esperanza a ras de suelo. «Ya estamos aburridos». La espera se tornaba interminable, y no solo en la fila para gasolina, sino en la esfera de la vida misma, donde el tiempo parece moverse en cámara lenta.
La conversación continuaba. Tres pesitos por un café, una broma sobre el Alcalde. En el aire flotaba la esencia de tradición y de descontento, alimentando cada palabra entre risas y reclamos.
Justo a un lado, una mujer vendía crema chantilly. “Vendo para llevar algo a casa”, confesó, mientras su mirada se perdía en el frenesí del momento. El Alcalde le preguntó sobre su familia, la respuesta brotó entre risas inocentes y preocupaciones adultas, y así entendí que entre los rituales de la muerte, la vida persistía.
Las flores bailaban en las manos de aquellos que se acercaban con amoroso esmero a recordar a sus seres queridos. “Baratito las flores”, ofrecia una mujer que demostraba una chispa única en sus ojos, una mezcla de tristeza y alegría. “Todo es tradición; así se hace”, agregó, mientras tejía el significado de la vida y la muerte en cada gesto.
La tarde se convirtió en noche, y el cementerio brillaba con historias y recuerdos, entrelazando la vida con aquel espacio tan especial. “Apúrate, por la puerta cuatro”, gritaban los vendedores y los curiosos a lo lejos, mientras las luces se encendían, acompañadas de risas resonantes.
La tarde estaba iluminada con un sol tenue que se colaba entre las nubes, cuando el alcalde Iván Arias llegó al sector donde se construyen lápidas, justo frente al Cementerio General. Con su habitual cercanía y disposición, se adentró en un espacio que es más que una simple fábrica; es un lugar donde se forjan recuerdos y se honran vidas.
«¡Ahorita, voy a ir a ver por ahí!», exclamó el alcalde mientras se aproximaba a un grupo de trabajadores. Con una sonrisa amplia, saludó: «Usted hace las lápidas, buenas tardes, ¿qué tal?». La cotidianidad de la escena contrastaba con el entorno solemne, pero Arias parecía decidido a aportar energía y calidez a la situación.
Uno de los artesanos, con manos cansadas pero hábiles, respondió con orgullo: «Está un poquito carita, pero el aluminio tenemos nuestra propia cantera». Mencionó, mientras señalaba un bloque de mármol en proceso de ser convertido en una obra memorial.
El Alcalde, visiblemente interesado, preguntó sobre la calidad del mármol. «Ésta, por ejemplo, es una lápida como esta», dijo el trabajador, mostrando su creación con devoción.
«¡Qué bonito, mi hermano! Bendito sea el Señor, ojalá sigas vendiendo», expresó Arias, generando un ambiente de camaradería y aliento. Su presencia era un aliciente; así, la conversación derivó en temas de venta y de los desafíos que enfrentan. «¿Cómo va la venta de lápidas?», inquirió Arias. El artesano aseguró que no estaba nada mal, remarcando que los precios habían subido un poco. «1800», contestó con entusiasmo al referirse al costo de una de sus piezas.
Con cada paso que tomaba entre las lápidas, el alcalde se adentraba en un mundo lleno de historias, de recuerdos congelados en el tiempo. La charla continuó, tocando el tema del bronce y la importancia de los detalles en cada obra. «¿Tú mismo haces eso, compras el elefante?», preguntó el alcalde, refiriéndose a un ornamento en una de las lápidas. «No, lo encargo al marmolero», respondió el trabajador, remarcando la cadena de colaboración entre artistas del mármol.
El ambiente se tornó reflexivo. «Aquí tengo pura lápida… para los que pasan a acordarse de sus seres queridos», comentó uno de los artesanos, su voz cargada de nostalgia. La respuesta del Alcalde llenó de luz el momento: «Deberían acordarse siempre», sugirió, como un recordatorio de la importancia de la memoria y el cariño que perdura.
Así, entre risas y anécdotas, la visita del alcalde Iván Arias al sector de lápidas no solo reveló la labor de un pueblo que trabaja con empeño y dedicación, sino que también recordó la relevancia de honrar a quienes han partido, reforzando la conexión entre lo tangible y lo emocional, entre el trabajo y el recuerdo.
Esta noche de cementerios, envuelta en recuerdos, anhelos y un sinfín de emociones, nos recordaba que a pesar de las adversidades, la vida sigue fluyendo, y en la espera del silencio eterno, nos aferramos a lo que podemos: a las tradiciones que nos hacen humanos, y nos llevan a recordar, a celebrar y a honrar a aquellos que han partido. Así, con flores en mano y corazones llenos, el Cementerio General se convertía en un refugio para los vivos, mientras los que se fueron nos miraban, riendo desde la eternidad.
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