100 años de un viaje entre recuerdos y realidades. La mujer de pollera evoca con cariño los días de su niñez y juventud, sembrando coca y café, criando animales y disfrutando de la vida campesina.
Martín Balcázar Martínez / AMUN 28-10-24
La casa de Cesaria Condori Incacari, en la Av. 23 de Marzo del Macrodistrito Periférica en la ciudad de La Paz, es un lugar donde el tiempo parece desdibujarse. Nacida el 29 de octubre de 1924 en Apolo, su memoria guarda un pasado repleto de historias. En su rostro arrugado, cada surco habla de un legado de resistencia y de la vida en el campo; su mirada, profunda y serena, es un testimonio de la experiencia acumulada a lo largo de un siglo.
La vida de Cesaria es un reflejo de tenacidad, una mujer que ha navegado las corrientes del tiempo, aferrándose a sus raíces mientras se adapta a un nuevo hogar. Su vida es un relato de amor, nostalgia y desafíos que parecen inquebrantables. A través de la ventana de su pequeña casa en La Paz, la longeva mujer observa el mundo que la rodea con una mezcla de curiosidad y resignación.
El relato que comparte su familia incluye muchas idas y venidas. «La hemos traído por su salud, pero ella se esforzó por regresar», confiesa una de sus hijas. El hogar que la alberga con tanto amor es cómodo y adaptado a sus necesidades, aunque también encierra una batalla constante entre su deseo de libertad y la realidad de su salud.
Cesaria, como una mariposa atrapada en un frágil capullo, habla de su anhelo de volver a su pueblo como si fuera un mantra: «No quiero quedarme aquí (en La Paz), me quieren encerrar como a un animal». Reitera en cada intento de retomar su vida en el lugar que siempre consideró su hogar, Apolo.
“Voy a volver”, corea, aferrándose a esa esperanza que, para ella, puede ser tan real como el cielo que se asoma por su ventana. Para Cesaria, la libertad y el aire del campo son irremplazables. «Allá (en La Paz) hace frío, ¿para qué voy a ir?», es una frase que resuena con la determinación de una mujer que vivió lo suficiente para conocer sus preferencias.
Cuando su familia decide llevarla de vuelta a La Paz, tras una larga estancia en Apolo, el eco de sus quejas se entrelaza con recuerdos de su infancia. La vida en Apolo había sido simple, pero rica en autenticidad.
La mujer de pollera evoca con cariño los días de su niñez y juventud, sembrando coca y café, criando animales y disfrutando de la vida campesina. Su familia, aunque humilde, estaba unida, y sus enseñanzas perduran a través del tiempo. “Nos inculcaba que debíamos respetar a la gente”, dice una de sus hijas, intentando recordar la figura autoritaria, pero amorosa que Cesaria fue durante sus años de maternidad.
Sin embargo, el tiempo no perdona. La memoria de la mujer que ha alcanzado los 100 años se va desvaneciendo, dejando fragmentos de recuerdos que se escapan de su mente. “A veces no sabe quiénes somos”, asegura su hija, quien le dedica su tiempo, a veces con la ayuda de sus nietos. Aun así, Cesaria mantiene un espíritu indomable.
A pesar de los achaques que la aquejan a veces, la vitalidad de Cesaria se revela cuando se habla de lo que le gusta comer. «Todo lo que me traen lo disfruto», dice, con un brillo en los ojos que desafía las adversidades de la edad mientras saborea su gelatina. Su dieta, lejos de ser una queja, refleja su vida en el campo: maíz, plátano y porotos, ingredientes que significan hogar, calor y tradición.
Su nieta, con dedicación, se asegura de que nunca le falte lo que más le gusta. En la mesa, la generosidad y el amor son constantes; ella, a pesar de su fragilidad, sigue exigiendo lo mejor de quienes la rodean.
«Vengo a ayudarla como puedo», comenta su sobrino, y un hilo de esperanza se percibe en sus palabras. La colaboración familiar se convierte en un ritual, una ceremonia en la que todos se turnan para estar con ella, cuidarla y acogerla en su hogar.
En su mente frágil aún guarda bellos recuerdos. «Comíamos frijoles, maíz tostado y plátano», cuenta. Sin embargo, su vida no estuvo exenta de dificultades. La pobreza fue una constante; sus padres criaban gallinas y los pocos recursos apenas alcanzaban para subsistir. Su educación no fue solo académica, sino también en valores que perduran hasta hoy, llamados por ella a respetar a los demás y cuidar de la familia.
Ahora, a pesar de su estado de salud, Cesaria se encuentra rodeada de amor. Sus nietos y bisnietos llenan su casa de risas y complicidad, «¡Tiene siete hijos y, según dicen, 22 nietos!», afirma su sobrina con una sonrisa orgullosa. «A veces olvida los nombres de sus hijos», dice con tristeza, mientras trata de explicar la confusión que la acompaña.
Cada 10 o 20 bolivianos que recibe de sus nietos se convierte en un recordatorio de que su legado aún persiste en las nuevas generaciones. “En la vida todo se comparte”, es la lección que ha inculcado y que sigue resonando entre sus descendientes, un poderoso mensaje de unidad y amor en un mundo que continúa girando.
El entorno urbano de La Paz trae consigo un desasosiego que la longeva mujer enfrenta a su modo. Trabajar en el campo fue un medio para subsistir; esa fuerza laboral ha sido heredada por sus hijos y nietos, mostrando la resiliencia de una familia que se niega a rendirse.
Cesaria es una fiel creyente del apóstol Santiago. Anda cargada de su imagen a todos los lugares que va. El domingo, en la celebración de su cumpleaños que le efectuaron sus hijos, nietos, bisnietos, vecinos y amigos, podía faltar.
“Siempre camina cargada de su Tata Santiago”, dice su hija, mientras el grupo folklórico Siempre Mayas irrumpe con la canción, “del cielo bajó una estrella, coronada de matices, con un letrero en que dice: Qué cumplas años felices”.
Cesaria aplaude sonriente porque se da cuenta de que se trata de la celebración de sus cumpleaños. El número 100. El regocijo comienza. Una fritanga paceña para celebrar el onomástico, acompañado de un tradicional yungueñito, que la longeva mujer degusta con alegría y picardía.
A pesar de su edad, todavía tiene el corazón alegre y un comportamiento travieso. “Desde la ventana arroja basura a la gente. Cuando le digo ‘no seas traviesa, mamita, la Policía nos llevará’, ella me responde: ‘No importa’ y se ríe”, relata su hija al comentar sobre la salud de su madre, que es estable, aunque a veces se queja de dolores de cabeza.
La relación de Cesaria con el hospital de Apolo es notable. “Siempre me han atendido bien, son buenos médicos”, dice su hija con un brillo de gratitud en los ojos al mencionar cómo los médicos se aseguran de cuidar de ella, incluso desde la distancia que ahora caracteriza su vida. Su sobrina, enfermera de profesión, juega un papel vital en su bienestar, recordándole que siempre hay alguien pendiente de su salud.
La historia de Cesaria Condori Incacari es más que un simple relato de vida; es un testimonio de la fortaleza femenina, la importancia de la familia, la lucha por mantener vivas las tradiciones en la era moderna, y de una mujer que desafía el olvido. Mientras sigue tejiendo recuerdos y anhelos en su hogar en La Paz, su espíritu indomable nos recuerda que, aunque el tiempo avance, el amor y la memoria persisten, entrelazándose en el tejido de la vida misma.
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